Hoy en día, ante
la sobrecarga de efectos en el cine y el uso desmesurado de las nuevas
tecnologías para la realización de las películas, hablar de la Nouvelle Vague puede sonar lejano. En un
mundo en el que la originalidad y la creatividad parecen haberse dejado de
lado, en el que los films prefabricados procedentes de Hollywood lo inundan
todo, analizar el que fue el movimiento más revolucionario, en cuanto a la
forma, de la historia del cine, pudiera verse fuera de lugar.
El inicio del
movimiento, si bien se gestaba desde algunos años atrás, se dio en 1959, cuando
el éxito de tres realizaciones francesas: Los
cuatrocientos golpes, de François Truffaut (que obtuvo el premio a la mise-en-scène), Hiroshima mon amour, de Alain Resnais y Orfeo Negro, de Marcel Camus (que consiguió la Palma de Oro)
demostraron el cambio en las fórmulas cinematográficas del momento y llevaron a
la práctica las teorías postuladas con anterioridad por los críticos que se
agrupaban en torno a la revista Cahiers
de Cinema, con André Bazin a la cabeza. Estos críticos habían atacado con
dureza al tradicional cine de qualité,
que había dominado el panorama francés durante los años cincuenta, apostando
por un cine que se entendiese como un lenguaje autónomo y concediendo un
indiscutible valor a la imagen.
El término de Nouvelle Vague lo acuñó la periodista
Françoise Giroud, y pronto comenzaría a ser utilizado para englobar a los
directores que, siguiendo las teorías de los críticos de Cahiers, decidieron llevar a cabo un cine de autor donde la
expresión cinematográfica se manifestase libremente, se usasen largos
movimientos de cámara, con un presupuesto limitado y una verdadera obsesión por
llevar a cabo un cambio en el estilo del cine, mas allá de los
convencionalismos anteriores, reduciendo las intervenciones manipuladoras y
artificiales en el cine al máximo.
En este cine de
autor el director debía hallarse creativamente por encima de todo y la película
tenía que nacer de él. Así como el escritor escribía con pluma o bolígrafo el
director escribía con la cámara y expresarse mediante sus películas, no era ya
un mero orfebre que daba forma a un producto.
La prensa
francesa pronto comenzaría a apoyar a este nuevo movimiento, mientras el
ministro de cultura, André Malraux, nombrado por el presidente De Gaulle en
1958, se afanaba en brindar su protección a los nuevos autores, que adquirían
cada vez mayor popularidad entre los jóvenes. La pronta aceptación que la
industria del cine hizo del nuevo movimiento, que auguraba grandes beneficios
con costos menores, fue fundamental para su encumbramiento, si bien su
extraordinaria difusión llevaría posteriormente a que los postulados iniciales
de la Nouvelle Vague quedasen
difusos, ante la libre interpretación de cada uno de los cientos de realizadores
que se embarcaron en esta nueva forma de crear cine.